Banksy es ell artista urbano o grafittero más famoso de todos los tiempos. Nadie sabe quién es, dónde vive ni cómo trabaja. Ni siquiera si es una persona o un colectivo. Pero su obra ha conquistado las ciudades. Desde que saltara a la fama en la década de los noventa, su trabajo y el de otros grafiteros ha buscado recuperar el espacio callejero. Sus creaciones han llegado a los museos y han despertado el deseo de los coleccionistas.
Ha pasado mucho tiempo desde que los chavales del Bronx decidieran arrancar el barrio de sus bisagras y llevárselo a dar una vuelta por Nueva York, para que incluso los que nunca hubieran tenido previsto pasar por allí tuvieran que tragárselo, con sus virtudes y sus defectos. El método escogido era obvio para los cabezas pensantes de aquel movimiento y absolutamente insólito para el resto del mundo: el grafiti. En realidad, el nombre no tenía nada de estadounidense, ni por supuesto de rebelde: era la palabra latina que definía el dibujo realizado normalmente en una superficie dura, como una piedra. Además, no solo acabó llegando a los atónitos ojos de los neoyorquinos y a los del resto de estadounidenses, sino que se esparció por el mundo en el tiempo que uno tarda en contar hasta dos.
El arte urbano tiene que ver con la conquista del espacio callejero, la necesidad de apoderarse de un entorno que nos ha sido robado por la publicidad, las grandes marcas y el mobiliario urbano. Las calles han sido tomadas por multinacionales que transmiten sus mensajes regularmente y por medio de automatismos. El grafitero rompe ese circulo vicioso utilizando métodos tan rústicos como un spray y reclama la pertenencia de ese universo de cemento a un colectivo distinto, al que le importan un pito los mensajes emitidos por el gran hermano: es finalmente un folio en blanco que puede ser usado hasta la extenuación sin repetirse nunca, en perpetua reivindicación.
No ha sido hasta mucho después, a principios de la década de los noventa, cuando el artista urbano (trascendido ya el mundo del grafiti para reinventarse constantemente en busca de una huella más profunda y duradera) ha empezado a convertirse en parte de ese -odiado mundo exterior, canibalizado por un sistema capaz de utilizar la rebeldía como una parte más de su
Así pues, lo que un día fue un subsuelo hermético e irreconocible, solo frecuentado por aquellos que lo practicaban y no apto para curiosos, es ahora carne de colección, y muchos de los que fueron pioneros en el arte de apropiarse de paredes, calles y callejones disputan ahora una batalla absolutamente distinta en las paredes de los museos. "El street-art no es como otros movimientos artísticos, no recibe subvenciones, ni está patrocinado por ricos. Por eso sería una vergüenza que acabara como cualquier otro arte: atrapado en las vitrinas de un museo o en las paredes de las casas de los que nunca tendrán problemas de dinero". El que se expresa de esa manera no es un cualquiera, se trata del mismísimo Banksy, que tras meses de persecuciones ha accedido a responder algunas preguntas para El País Semanal. El artista de Bristol, faltaría más, no permitió que ningún periodista viajara hasta el Reino Unido para hablar con él, sino que respondió vía correo electrónico a las preguntas. Sus reflexiones llegaron semanas después a través del ciberespacio y usando la dirección de su agente, todo sea por preservar el mito.
El inglés es -sin ninguna duda el rey del arte urbano y el secreto mejor guardado de un mundillo que genera millones de dólares gracias a la obsesión de un buen número de coleccionistas que pasan de Damien Hirst a Banksy sin solución de continuidad.
"No creo que el arte sea nada especial, es, simplemente, una parte más de la industria del entretenimiento. Además, demasiado arte es exclusivo y deliberadamente difícil de comprender, ya sea expresionismo abstracto o grafiti ilegible al estilo salvaje", reflexiona el británico.
Banksy se hizo famoso por sus stencils (plantillas), que empezaron a aparecer como moscas a principios de los noventa. La historia dice que el artista se unió a algunos colegas en el Londres de finales de los años ochenta para bombardear la ciudad desde sus entrañas, dejando el metro forrado de pintadas que reivindicaban un mundo distinto, menos encorsetado... o al menos esa era la idea. Banksy pronto optó por la rama más política del arte urbano, un arte en constante interacción con la sociedad que trata de establecer un diálogo con la misma. De hecho, sus acciones más salvajes han tenido que ver con sus asaltos a la Tate Modern de Londres, donde colgaba sus propios cuadros en galerías sumando al visitante en el desconcierto, o su publicitado incidente en Disneylandia, donde dejó un muñeco ataviado como un prisionero de Guantánamo en uno de los lugares más transitados por los visitantes.
En 2005 se atrevió con uno de los últimos símbolos del encarnizamiento de la situación en Gaza y Cisjordania: el famoso muro de la vergüenza, una gigantesca estructura que envuelve a palestinos con paredes de hasta ocho metros de altura. Banksy dejó su marca en el muro con un sinfín de pintadas de carácter militante donde no dejaba títere con cabeza y que algunos radicales en Israel consideraron casi una declaración de guerra: "No sé si es posible ser 'un artista político', el arte requiere tanto ego y egoísmo, que, finalmente, se convierte en una carrera que a los que realmente atrae es a los gilipollas. Quizá yo pueda ser más político que otros artistas, pero no es mucho decir, la verdad", remacha el grafitero más mediático.
Las ditirámbicas reflexiones de Banksy sobre el arte le han convertido en un tipo incómodo, rico, pero incómodo. Lo curioso es que su invisibilidad -nadie sabe realmente si su biografía es un invento, si realmente nació en Bristol o si es uno o son varios tipos ha conseguido que su reputación sea del tamaño de la India. Su primera exposición en Los Ángeles, sin ir más lejos, se convirtió en la mayor concentración de famosos jamás vista en un evento en un barrio de clase media de la ciudad californiana: Brad Pitt, Angelina Jolie, Jude Law o Robert Downey Jr. se dejaron caer por allí con la chequera y el bolígrafo, y Banksy se trajo un elefante customizado (uno de verdad, se entiende). Todo fue cubierto por algunos de los medios de comunicación más grandes del mundo, a los que hasta hace 30 segundos les importaba bien poco el arte urbano y cuyos espectadores consideraban a los integrantes del movimiento grafitero como simples degenerados, enemigos del orden y la limpieza. Todo eso se acabó... al menos en la gama alta del sector.
Ahora, no hay artista callejero de prestigio que no desee ser visto colgado de la pared de una institución museística o de una galería (Kaws, Futura, Stash, Ron English, Jeremy Fish, Shepard Fairey -el mítico Obey, una leyenda del género después de su famoso Hope, con el rostro de Barack Obama- Space Invader, Dave White o Os Gemeos, la lista es infinita), y no son pocos los que afirman que el arte urbano está totalmente desvirtuado, que esa descontextualización es tóxica, que lo urbano no puede ser mediatizado sin perder su razón de ser.
Sea como fuere, la situación del street-art hoy en día tiene pocas diferencias con lo que se vive en otras manifestaciones artísticas: la tentación vive arriba. Lo que en otros tiempos se consideraba transgresor se vigila ahora con lupa por parte de los grandes agentes del mercado. Todas las agencias de publicidad del mundo saben que trabajar con un artista de calle significa ganar notoriedad y prestigio, y a los voluntarios (con buena paga, que quede claro) no les falta trabajo. Para aquellos que viven al margen de recompensas y lealtades ficticias, la historia es totalmente distinta: algunos han empezado a mostrar su rabia tachando a Banksy y compañía de vendidos y reivindicando una vuelta a los orígenes, al trabajo de pico y pala. El de Bristol, por su lado, responde a su manera: "¿Sabes? Pintar grafiti es una actividad muy peligrosa, trabajas de noche, rodeado de borrachos, guardias de seguridad y el constante pensamiento de no saber lo que estará haciendo tu novia en aquel momento... es peligroso, muy peligroso
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